El sabor de la panela y el caballo que libera el alma
El transcurso del tiempo siempre me resultó digno de asombro. Sin darme cuenta, le rendí culto.
El agua panela fue una desas sorpresas. Repentinamente en el clima lluvioso de Bogotá en 1970 me volví adicto al agua panela, a ese tecito que se lograba disolviendo en agua caliente un trozo de "miel de caña sólida". Su sabor, su olor, me volvió colombiano, me adaptó a esas tierras que recorrí centrándome siempre en Bogotá como carozo de mi agua panela. Todo era mejor con agua panela.
Luego el tiempo hizo de las suyas y aquel querido brebaje quedó como recuerdo inconmensurable y alejado, durante cuarenta años. Hace unos días un amigo colombiano de aquella época me escribió de allá y me dijo: "Oye Yoel voy a pasar por Buenos Aires ¿Qué quieres que te lleve?". "Panela".
Y la panela volvió a mí, intacta, la misma, la mejor, la única. Bebí un agua panela,
-y siguiendo el consejo de una amiga que me recomendó cabalgar para superar bajones existenciales-, abrí la puerta de calle, el viento sopló violentamente, monté a caballo y aferrado a sus crines, volé en medio y a través del tiempo. Esto sucedió en lo que aparentemente fue salir a comprar el diario.
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