LA MANO QUE APRIETA

miércoles, 13 de octubre de 2010

Medio siglo antes de los aloes


Vivían mis padres y Santiago trabajaba de techista en casa. Donde hoy se enmarañan los aloes, había un cantero nuevo, casi una construcción funeraria, un hueco lleno de tierra y algún malvón. El acceso al terraplen era fácil tanto para los gatos como para los humanos y Santiago se encontraba acomodando libros en la terrazita que hasta ahora llamé "terraplen". O sea, la terrazita tenía característica de fortificación, de asentamiento ante las inclemencias sociales y terrenas. Por ejemplo servía para acumular un par de toneladas de libros, a la imperie, protegidas por lonas.
Andaba Santiago haciendo equilibrio en esas alturas, cuando Stalin (mi gato de aquel entonces. Gato gris y grandote que cargaba un desprecio inconmensurable hacia todo lo humano)se le cruzó entre las piernas, le hizo perder pie y caer a pique sobre los escalones de cemento.
No gritó. Se hizo mierda. Yo estaba en el patio lindero y escuché algo así como un cajón que se estrellaba. Mi reacción fue de enojo: "¡¿Qué carajo está haciendo este pelotas de humo?!". Me asomé y quedé congelado. Santiago estaba con el culo para arriba, tenía la cara amarilla cadáver, los ojos inyectados en sangre, de la boca le brotaba espuma y un gargajo chirlo y largo, fluía. Lo ayude a sentarse en el patio y el hombre ante mis solicitudes de llamar una ambulancia o ir a un hospital, me mandaba a la mierda. Me dió una orden: "Callate. Que no se entere tu mamá".
De a poco se fue parando y sobrellevando los huesos que se le habían roto, empezó a irse. Como que lo importante del accidente era alejarse de él.
Traté de frenarlo pero no pude. Me mandó a la mierda quinientas veces. Ya en la calle mientras se alejaba rengueando y corcoveando, para que no lo siguiera me dijo: "No pasa nada. Aparte de morirme ¿Qué va a pasar?". Arrebató con asco un billete que le tendí y se fue.
Tardó un montón de tiempo en recuperarse (sin la mínima asistencia médica por supuesto), pero al otro día del golpazo, ya estaba de nuevo trabajando conmigo. Lo único que a cada movimiento que hacía le dolía todo y entonces gritaba y puteaba. Parecía que cantaba flamenco y había que dejarlo solo, no ofrecerle ayuda, porque te cagaba a puteadas.
Después, tiempo después, el Chileno me trajo una enredadera que cubrió no solo el cantero, sino que toda la casa y esa enredadera hizo historia en el barrio porque se extendió por toda la manzana.
A finales de siglo, dicté un taller de escultura en papel mache y una alumna me regaló un manojo de aloes, que proliferaron.

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