LA MANO QUE APRIETA

viernes, 18 de septiembre de 2009

Santiago continúa.

Dicen que después de los sesenta, viene la aceptación de la vida con sus angustias y diarreas. Un oligarca coleccionista de historietas, díjome hace tiempo, que la calma vital sobrevenía después de los cincuenta...
En mi caso, la tranquilidad existencial me sobrevino alrededor de los treinta, en pleno agite sub-existencial (sobrevivencia).
Esta calma es mítica y su incentivo es la desconformidad. La calma una vez asumida, traiciona en cualquier momento, la realidad es indescifrable, pero es lo que hay, o que creemos que hay. Enquistarse o evolucionar es entonces una cuestión personal y se parece -no lo es- al amor y a la muerte.
Santiago traspasó generosamente los setenta. Sin prejuicios apunta a los ochenta. A los que lo acompañaron en el camino y que murieron, le destinó un mismo pésame: "Qué se vayan a la puta qué los parió". Su rabiosismo fue una constante. Su formalismo de fiera desagradecida fue impecable. Cuando la encargada del hotel -en los momentos que hacíamos la mudanza al hogar San Martín- se acercó a despedirlo, la apartó del camino refunfuñando: "¿Porqué no se va a la mierda? Doña". Luego vino la furiosa rabieta del ingreso al hogar. El sensacional escándalo que armó como para que residentes y empleados de la institución, lo conocieran.
La cuasi licantropía del querido degenerado parecía ser el brillante final trágico de la historia. El chaleco de fuerza químico aparentaba ser el inmediato placebo institucional.
Más no fue así. Santiago reflexionó y se adaptó a la situación... Hoy se manifiesta feliz de encontrarse donde se encuentra, alaba los servicios, la comida, hace de guía turístico cuando lo visito... Y todo sin recibir la mínima medicación.
Santiago alcanzó la calma anunciada por los recaudadores de estadísticas.
Está bien, asombra incluso que todo se desenvolviera así, pero es una desilución. Si Santiago hubiera sido cuando lo conocí, cómo es en estos momentos de gran conversión, yo no le hubiera dado bola.

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