algo acerca del tuerto.
A poco de instalarse en el puesto de Santiago, el tuerto (soy yo el que le dice "el tuerto", su nombre bautismal es Ricardo), Eduardo me comentó: "Decile que se cubra ese ojo. Es espantoso" (Uno de sus ojos parece un gargajo y siempre lo tiene desmesuradamente abierto). Por supuesto no le dije nada al tuerto y cuando hablé con él, lo llamé "Ricardo", aunque tampoco, en general me acerco a él en el parque con un "Tal ché".
Ricardo arrancó pagando dos mil pesos por mes por el puesto en época de "textos". Como Santiago tiene fama de quinielero, por su seguridad, le cobraba yo al tuerto doscientos pesos por semana para responsabilizarme del pago de los ochocientos que salía el hotel de Santiago por mes (ahora son 890 debido al incremento del costo de la electricidad que consume una lámpara de 60 wats en la habitación rentada). Los restantes mil cuatrocientos, el tuerto se los daba fraccionados, diariamente, a Santiago para que comiera y etcétera.
Se puede decir que la cosa no anduvo bien. A Santiago nunca le alcanzó lo que se le daba y siempre mangó férreamente al tuerto, quejándose y enajenando que lo mejor para él sería que le devolvieran su puesto, pues "siempre me dió para vivir". Su esponja cerebral no registraba que eso fuera falso. Cuando Eduardo arregló la rebaja lógica del alquiler debido a que se había terminado la temporada de textos y por consiguiente se vendía menos, Santiago enloqueció, no quería que le rebajaran un centavo y por toda explicación, vociferaba: "¡¿Sabés cómo vende el tuerto?!" "¡¿Sabés la guita que hace?!"
Por otro lado, el titular de la boleta de energía eléctrica que abastece a los puestos, le cobró al tuerto, en época de texto, cien pesos por mes, y cincuenta -siempre por mes- cuando terminó la época de texto. Concretamente todos los puestos pagaban menos de cincuenta por bimestre. Por todos lados el tuerto pagaba un "derecho de piso" excepcional para estar en el Rivadavia. Inmediatamente todo el mundo vió que él era un librero fuera de serie, que vendía más y mejor que nadie en el parque, y entonces los que no lo mangaban directamente, le robaban los libros que tenía encajonados a todo su alrededor en ramificación escandalosa. Me contaba el gordo Tutankamón: "De las cajas que tiene encimadas por atrás le saqué una primera de Borges, media cualunque, pero al toque la vendí en cincuenta mangos por Rosario". Y Tutankamón no era el único.
Que más que menos, el tuerto campeó estas situaciones y se mantuvo en el puesto de Santiago soportando incluso los amagues municipales que le cayeron encima por denuncias de puesteros vecinos.
El hombre había estado como librero del parque Rivadavia desde antes que existieran los libreros del parque Rivadavia, yendo y viniendo, cargando camionadas de libros, acompañado por una madre desaliñada que todo el día lo basureaba delante de cualquiera: "¡Boludo!" ¡"Estúpido!" "¡Tarado!", etc. Y ahora, luego de un montón de librerías derrumbadas durante la vida, la situación con Santiago le permitía volver a este foco libresco de Buenos Aires.
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