LA MANO QUE APRIETA

jueves, 19 de marzo de 2009

Las obras completas de Baudelaire y La Guerra Gaucha de Lugones

Desde que entré a la librería sentí que el clima no era propicio para robar libros. Un hombre viejo, un vendedor y una empleada se turnaban para no dejar de vigilarme. Más yo sabía que esos tres pares de ojos, en algún instante tenían que confluir en un centelleo de no visión. Ese era el momento para escamotear el libro y así hice y nadie me vió.
Pero lo que el hombre viejo vió, fue que el ejemplar de La Guerra Gaucha de Lugones faltaba de su lugar de exhibición, justo al lado mío, y calculó que, por supuesto, se encontraba bajo mi axila, cubierto por mi saco. La lógica era ineludible.
Cuando escuché al viejo decirle al vendedor:
-Ese se cargó un libro.- Sentí como un golpe de alivio. Por lo menos la espantosa tensión que estaba sufriendo -todos nos estábamos mirando con ojos de huevos duros, grandes y sin parpadeos-, desapareció. Y con precisa prestidigitación pude volver a colocar el libro en su lugar. En todo caso eso creí hacer. Me creí tan rápido como para que no pudieran verme, pero la actitud de mis circunstantes no coincidió con mi acción: la empleada se dirigió hasta el quiosco de la librería, el vendedor se plantó, sacando pecho delante de mí y el viejo me estampó un sopapo en la nuca que me tiró de narices sobre una estantería.
El vendedor interceptó al anciano (el dueño de la librería, supongo) para que no siguiera descargando su furia sobre mí. Lo apartó con respeto y luego de sacudirse el polvillo de la solapa de su saco, me encaró:
-A ver vos... Por qué hacés eso?
-Yo no hago eso...- Me salieron esas palabras como respuesta, mientras el vendedor masticaba algo que en un principio interpreté como un maní, pero como su masticación duraba con una intención aparentemente eterna, negué la posibilidad del maní y calculé un chicle, empero la forma como removía el bigote también me negó esta alternativa. Jamás habría de saber qué era lo que ese hombre masticaba.
-¡Que se vaya esta porquería de aquí!.- Gritó el viejo estrujando su cara como un trapo de piso.
Entonces el vendedor, con un limpio movimiento me quitó el libro con el que yo había entrado: las obras completas de Baudelaire de editorial Aguilar. Manoteé intentando recuperarlo, pero el hombre lo escondió detrás suyo.
-¿Y éste, dónde lo robaste?
-No, no lo robé. Es mío.
En realidad el vendedor tenía razón. El libro era robado, pero no hacía un rato, sino un buen par de semanas y lo llevaba conmigo a efectos de practicar su lectura. El vendedor me separó de Baudelaire extendiendo su brazo.
-Salí de ahí! Ya vamos a ver si es tuyo. Primero que nada vamos a buscar un policía...
El vendedor guiñaba intermitentemente un ojo mientras abría desmesuradamente el otro. Cuando hablaba su boca parecía postiza, la movía como si fuera una pinza.
-Por favor- Pedí.- Déme el libro...
El vendedor amagó responderme, pero antes que pudiera realizarse, el viejo se alzó atrás de él, empujándolo, tratando de agarrarme con sus manos y gesticulando un grito estruendoso, gimió:
-¡Qué se vaya esta inmundicia de mi vista!
No bien escuché estas palabras, me sobrevino un picor espantoso en la punta de la nariz y empecé a estrujármela con los dedos y cada vez me ardía más mientras espiaba alternativamente a los dos señores.
-Un momentito...- Clamó el vendedor.- Primero vamos a recorrer otras librerías hasta que averiguemos de dónde robó éste.- Y agitó enérgicamente a Baudelaire.
Ahí caí de rodillas, agaché la cabeza y extendiendo los brazos, imploré:
-¡Perdón!
Realicé ese gesto, poniendo en él toda mi alma con la intención pura de convencer a quien me escuchaba. Ese gesto realizado solamente para tres espectadores merecía un buen escenario y de alguna forma en él estaba el carozo de lo que haría en los años inmediatos: teatro.
La empleada me comtemplaba tratando de no perderse nada de mi actuación, el viejo mugió alzándose en puntas de pie, y el vendedor -siempre haciéndose cargo de la situación-, enarcó una ceja y me preguntó:
-Aver, vos... ¿Qué edad tenés?
-Veinte años...
Me puse de pie y la escenificación parecía haber resultado óptima: la empleada despellejaba rápidamente un chocolatín, muy atenta a mi coreografía. El vendedor, ante mi mano patéticamente tendida, me devolvió el Baudelaire, pero el viejo, fulminándome con la mirada, chirrió los dientes.
-Andate y no vuelvas más.- Sentenció el vendedor señalándome la calle.
Me paré vertical, sosteniendo con una mano a Baudelaire contra el pecho y le tendí la otra al viejo, en gesto de paz.
Debí haberme ido en vez de prolongar la situación, pero me equivoqué y quise ganarme al espectador que faltaba, pero mi actitud solo sirvió para que el anciano soltara lo que estaba conteniendo (una gran indignación) y me estrellara un tremendo bofetón en medio de la cara que me hizo saltar sangre de la nariz.
Esto me mandó a las profundidades de la Tragedia y reaccioné con catársis. Maullé:
-¡Miau!
Y con los ojos llenos de lágrimas le enterré al anciano un rodillazo en medio de los testículos: el hombre cayó de rodillas al suelo agachando la cabeza. El vendedor se me tiró encima pero lo empujé y lo hice caer sobre el viejo y salí corriendo mientras la empleada me miraba, fascinada.
Corrí con Baudelaire por la avenida de Mayo sin mirar para atrás. Corrí tanto que al rato ya no tuve nada que ver con lo que acababa de suceder.

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