LA MANO QUE APRIETA

jueves, 19 de marzo de 2009

parque rivadavia

El síndrome anunciado por Ortollazo, manifiesta una de las malignidades que componen al ser humano. No solo al contemporáneo, también los medievales y los mas antiguos aunque no hayan sido libreros. Pero esta profesión que asimilé en el parque Rivadavia de la ciudad de Buenos Aires, donde fui parte del tráfico de secretos paganos e historietas antiguas aunque lo haya ejercido a la postre del siglo XX, sentí que representaba un rol, que el librero que estaba encarnando en la quinta de don Lezica, era un ancestro rescatado por las transmigraciones que mi inconciente no registró.
Ser librero del Rivadavia no es ser un librero cualquiera, su mérito consiste en que su origen sí es ser cualquiera. En un principio cualquiera podía vender libros allí, pero vino la selección natural y la artificial que eliminó a las mayorías y dejó a un grupo selecto, que por el solo hecho de permanecer donde estaba, ostentó una rimbombante aureola crapulosa, como dijo el sabio Ortollazo: "Todo aquel que es feriante, venda libros o verduras, es un hijo de puta de lo peor".
Por lo tanto, ese hijo de puta que fui y que soy, me asombra tanto que lo desconozco. No creo ser él. Más me parece un personaje arrancado de uno de los libros que compré y vendí. Me acuerdo de Arlt que cuando promocionó su "Los siete locos" desde una de las "aguafuertes" que publicaba en el diario "El Mundo", pidió que no lo confundieran con ninguno de los “pésimos” personajes que describía en su novela. No le creí, lo entendí. En la nota le habla a un lector imaginario que le pide que le cuente de qué trata la novela para ver si vale la pena comprarla.
Entonces, si soy un vendedor de dosis literarias, un proveedor de materia espiritual y abastezco al necesitado y con este sistema -más oculto que público-, obtengo casi mi libertad. Entonces ¿qué?

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