LA MANO QUE APRIETA

sábado, 4 de mayo de 2013

dignificación del pelotudo

Uso palabras que no debería usar, que no sé usar, que vienen de afuera, de antes y de lejos. Pero mis palabras más íntimas y secretas, vienen de afuera.
De lo maravilloso que es vociferar, orar, charlar en carne viva con otro que también habla, de ese fenómeno memorable, promedia una mutación hasta llegar a la comunicación eléctrica, pasando por la manual (el lapicero) que se parece a la oral, pero que la enrarece. Se escribe a mano a solas aunque medien testigos y colaboradores.
Cuando se corta la luz (Edesur), en vez de sobrevenir la paz, sucede la desespereta. Aquellas palabras ajenas que se habían arraigado propias, desaparecen. Sobre todo si es de noche, la luna llena brilla y se escribe (firma de testamentos) iluminado por velas encendidas.
El artificio de escribir es un montonazo de gratuidad, de autoconocimiento de la inutilidad de la acción. Como sea, hace falta otro para que eso se verifique. Ese otro es alguien muy humano que se presenta dándole sentido a la cosa y a las cosas, alguien que entiende o finge entender el significado de la manteca sobre el pavimento. Ese alguien no es una persona, es una multitud y se parece a una peste. Es detritus humano que ofrece mecenazgo y termina corroborando la inutilidad de los trabajos humanos, apropiándoselos.
Mi opinión está llena de prejuicios exagerados.
En todo caso se trata de personajes de los que hay que escapar,  pero que si en vez de eso se los deja hacer, pueden servirle a Dumas para escribir "El Conde de Montecristo".

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