LA MANO QUE APRIETA

miércoles, 24 de octubre de 2012

cocorococó

Cuando sucedieron los primeros pucheros, los infantiles, los que se armaban durante las teorizaciones en la terraza de la calle Chile, mi madre degollaba a la gallina, la desplumaba, y sometía al cuerpo a la acción de un hervor en una cacerola que se repetía. Luego, con una espátula de madera revolvía esa situación mezclada con papas, zanahorias, cebollas, mientras yo colaboraba descerrajando maldiciones contra los poderes normativos que percibía en los conductores de mi escuela primaria (el director era calvo y bufarrón). Terminada la acción, con el animal desmenuzado en medio del brebaje, había que sentarse a la mesa y ensañarse con la parte que le tocara a cada uno de los concertados a la ingestión. A mi me gustaba entreverarme con el cogote.
Después, los pucheros continuaron en la vida. Cada tanto, mientras los afectos se transformaban, sucedía un puchero nuevo y los fantasmas de las viejas y nuevas gallinas asesinadas, cocorotearon en mis sueños, en el gallinero de mi alma, el que alguna vez estuvo en el fondo de la terraza de siete pisos, y donde las gallinas se suicidaban arrojándose al vacío, borrachas de cielo.

Ilustración de Herbert Leupin.

comentarios:

Doy la cara al enemigo, la espalda al buen comentario, porque el que acepta un halago empieza a ser dominado; el hombre acaricia al caballo para montarlo.