LA MANO QUE APRIETA

jueves, 7 de enero de 2010

sandro y gardel

Gardel, entre el Chileno veinteañero y yo aún adolescente, fue un superyo que nos unificó. Cuando lo escuchábamos a través de la radio, sonreíamos siendo los dos Gardel durante una burbuja que estallaba. Con Sandro era distinto, cuando aparecía por radio, lo dejábamos cantar.
El Chileno se parecía a Sandro de cara. Yo me quería parecer al Chileno y a veces fuimos confundibles, pero nuestras imágenes ligaban con el prototipo de estudiantes de secundario privado, jamás con "Sandro y los de fuego".
El Chile se parecía a Sandro en palidez, labios y ojos. Yo lo único que podía imitar, era el cabello oscuro caído al costado de la frente, común a los tres.
Entre aquel entonces y hoy, la vida fue larga. Viajando por países, escuché a Gardel, escuché a Sandro, y vi películas.
Al regreso, exageré un consumo auditivo de Sandro y de Gardel. Lo que tenía Sandro a favor era que cuando lo escuchaba, me hacía bailar.
El Chile se murió sin que nunca charláramos este tema. Entonces envejecí solo viendo como Sandro envejecía por televisión. Aquel joven andrógino enfundado en cuero negro se convirtió en un jubilado panzón que bonachón y satisfecho se estrujaba las pelotas frente a un público inmenso colmado de mujeres maduras. Lo admiré.
Los detalles que conducen a la muerte, no necesitan explicaciones pues son inevitables, y sucede quel que se va, se va y el que se queda, se queda y escribe sensiblerías breves, o sensiblerías largas...

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