LA MANO QUE APRIETA

sábado, 12 de diciembre de 2009

Salgo para el parque.

En juventud descreí del futuro prominente. Ser profeta en aquel entonces no era más que una constatación de la realidad. No solo todo era una mierda sino que cada vez se iba a poner peor. El sin sentido primaba sobre cualquier significado. El Chileno fue mi guía y maestro nestas cuestiones. Con el aprendí a practicar la actitud suicida como sistema de convivio. Ir de una al muere allanaba los caminos. Se campeaban las batallas. Generalmente uno quedaba vivo y morían los otros, o no. El quedar vivo servía para contar cuentos y pensar que a la larga la literatura (oral o escrita) serviría para algo.
Cuando me separé del Chileno y anduve con Marta por América, esa forma de enfrentar las realidades sociales, la utilicé desaforadamente y me sirvió. Aunque aquí sería discutible que la verdadera utilidad del asunto fuera haber muerto. En todo caso aprendí que de verdad los suicidas no quieren morir, generalmente. Y que el hastío se transforma en una cotidianidad biológica. La confusión.
Al volver de mi viaje lo reencontré al Chile, curiosamente vivo también. Mientras el tiempo transcurrió, entre los dos llegamos a pensar que la marea estaba tranquila (durante unos pedos alcohólicos tremebundos) y en eso él me abandonó, murió.
Entonces el kilometraje temporal me sucedió repetidas veces a mí mismo. Llegué a viejo. Puedo hacerme el pelotudo y decir "Seré viejo pero sigo joven". Pero no es así, siempre fui viejo y nunca sabio. Seguramente otros -posteriores- aprenderán lo que yo nunca pude entender, y que algún anterior también entendió, o no.

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