los gallegos y yo
A los gallegos los conocí en Buenos Aires. En mi primer crianza, Galicia fue mi padre y mi madre, Galicia era El Viñao (el lugar adonde nacieron ellos). Alrededor de mi padre se reunían los otros, los de la familia, los del pueblo y algunos más que andaban por ahí. Él tenía el orgullo del trabajo y la humildad, y era capaz de matar por ello.
Pero mi padre no era como la mayoría de los gallegos que habitaban Buenos Aires. Transitada la dureza del arribo inmigratorio, abundaban los pedantes, los sobradores, los mafiosos, los hacedores de dinero.
Excepción: el doctor Antonio Pérez Prado y Rodríguez el bibliotecario del Centro Gallego. Fuí amigo de los dos, más de Pérez Prado, pues Rodríguez murió temprano y Antonio hace poco.
Después estaban los gallegos que venían de Galicia a buscar documentos y libros de autores gallegos que se habían exiliado aquí. Dispuestos a conseguir sus objetos del deseo por centavos (conocí a varios por mi profesión de librero y siempre que negocié con ellos quedé con un sabor agrio en el alma).
Cuando viajé a Galicia conocí al dibujante Siro López, un artista adaptado a ser miembro del "primer mundo" y por supuesto conocí a muchos gallegos más, sobre todo a mi familia: primos y un par de tías que aún estaban aferradas a la vida. Fue una experiencia mística pues todo era perdón y agasajo. Fue algo hermoso que había que dejarlo así como estaba, sin inmiscuirse, pues cualquier otra cosa era como había dicho mi madre: "Confusión".
Pérez Prado quería que yo anduviera por Galicia, pensaba que mis esculturas funcionarían como un aporte a ese país. Hacerle caso fue un error y luego de un fugaz intento volví a mi lugar: Buenos Aires.
Los gallegos de hoy me resultan ajenos. No se hablar galego ni voy aprenderlo. Mi alma está clavada en El Viñao que me transmitieron mis padres, el del ciprés que aún vive.
La Galicia de hoy no tiene nada que ver conmigo. Sin resentimientos, nada le pido, nada le doy.
El otro día me llamó una mujer en nombre de un conocido de Vigo, con un plan de actividades artísticas, pero sobre todo para ver si podía conseguirle "Discos de pasta anteriores a 1950". Estúpidamente me alegre, tengo la casa llena de ese material y con la cita prevista, estuve poniendo a mano mi tonelaje de discos de pasta. En el día y a la hora señalada, llegó la mujer con el hombre y luego de hurgar aquí y allá y preguntar precios, el gallego se identificó: "No, hombre, que yo lo que estoy buscando son cosas de Castelao y de Seoane y viejos discos gallegos que le hayan quedado a algún familiar que no sepa lo que tiene y que necesite pasta... ¿Entiendes?". Por supuesto que entendí, no con enojo, con tristeza, con ganas de no ver nunca jamás a este último gallego que acababa de conocer. Inmediatamente lo incluí en una lista virtual de gallegos que cuando se ponen en contacto conmigo, no les contesto.
De todas formas, si aparece otro gallego desconocido, lo conoceré.
Como uno que hace un par de años pasó por la librería gritando: "¡Eu son Xan da Coruña!" y sin saber quiénes éramos, nos abrazamos prometiéndonos vino y mujeres.
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