LA MANO QUE APRIETA

domingo, 8 de noviembre de 2009

doméstico

Los hombres-gato se estaban peleando entre ellos y yo me interpuse en el medio a las patadas. Entonces, en el ensañamiento, el hombre-gato mayúsculo (el padre de familia, el malevo), arañó y mordió para siempre mi brazo izquierdo. En tanto los más pequeños, los diminutos, rebotaban entre ellos y en giros mortales superaban mi altura y alarido.
Esto me amedrentó, y curé mi brazo ensangrentado.
Días más tarde, al abrir la puerta que da a la escalera que baja a la planta baja, estaban todos los animales congregados al sol, si bien más felinos que humanos, movedizos. La cuestión que resbalé, giré en el aire y de espaldas caí golpeándome contra los escalones de cemento: grotesco y aparatoso. Me levanté sin sentir los dolores en curso que se fueron agravando paralelamente a la cotidianidad, hasta no poder moverme más por dolores electrificantes.
Lentamente, trás el sol y la luna, volvi a motorizarme por mis medios... Asustado y frágil.

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