LA MANO QUE APRIETA

jueves, 16 de julio de 2009

Gatito de porcelana

El gato era de porcelana y se movía con la delicadeza de un puma, a veces grande, a veces pequeño. Un lado de su rostro era una máscara blanca que gesticulaba maullar sin maullar, la mitad exacta. La otra mitad siquiera era felina, era muy negra y sedosa como todo su cuerpo que en un coqueto departamento de la ciudad de Bogotá, un departamento repleto de adornos, floreros y libros, saltaba entre tantos diminutos equilibrios sin desequilibrar ninguno.
Más tarde el gato ya no era de cerámica, si bien era el mismo, se había convertido en un crisol de razas felinas, un gato callejero, y vi que andando por las calles, tropezaba. Cayó y lo incité a levantarse. Rodó y se zambulló dentro de una cloaca. Como no salía de allí y cada vez se sumergía más, fuí tras él. Varias personas (algunas con flores en las manos) deambulaban por las veredas que enmarcaban el canal de agua cloacal, y el gato se iba a lo lejos, nadando agitadamente y con la cabeza sumergida. Primero lo sujeté por la cola, luego por el pellejo de la nuca. Lo saqué fuera de la cloaca. Había sol y el gato respiró.

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