LA MANO QUE APRIETA

jueves, 4 de junio de 2009

Lulúbeibi

Lulúbeibi era delgada con una larga cabellera negra que enmarcaba su rostro pálido y su boca rosa. Ella era una niña y Jorge, un niño. Ambos tendrían alrededor de diez años y se encontraban en edificios enfrentados que tenían fachadas de mármol. El de él era negriblanco (más negro que blanco), de construcción delgada que llegaba a los siete pisos, el de ella era rojiblanco, extenso y de tres pisos. En el de siete pisos, Jorge era el hijo del portero y en el de Lulúbeibi, ella debía ser hija de ricos.
Cuando la veía en la calle, entrando o saliendo de su edificio rosado, se trataba de situaciones fugaces. En cambio, desde su terraza mirándola a ella en la suya, podía verla durante tardes enteras y a veces por las noches, adivinándola al principio y luego percibiéndola mimetizada entre las sombras de su edificio. Los niños, de terraza a terraza, se miraban, se entendían y jugaban, pero cuando se cruzaban por la calle, seguían de largo como si no se conocieran. En cambio cuando se veían entre edificios, se querían. Ella reía y Jorge también reía hacíendo piruetas sobre su cornisa con el abismo a pique.
Una de esas noches infinitas, una noche única, ella bailó para él. Noche de invierno llena de viento, liluminada por una luna inmensa. Jorge la estaba esperando apretado a un tubo de respiración para que el viento no lo llevara volando. La esperaba como siempre la había esperado sin que ella apareciera. Pero esa noche apareció. Surgió de una rampa que sobresalía en ángulo del embaldosado de los amplios terraplenes del edificio rosado. Lulúbeibi vestida con un largo camisón blanco y su melena flameando al viento. Primero estuvo quieta, parada en el umbral de la rampa, apenas meciéndose, viendo al niño de enfrente. La luna sobre sus cabezas y la calle Chile abajo de los dos. Entonces Lulúbeibi se lanzó al espacio y cuando correteó sobre las baldosas rojas con sus pies desnudos, el ulular del viento se fue transformando en una jota gaitera con castañuelas y ella bailaba como un animal, como una diosa. Giró, corrió, saltó, se balanceó quedando tremendamente quieta para entregarse de golpe a un furioso zarandeo y entre ritmos que iban y venían, estuvo hasta que el viento empezó a calmarse y su camisón y cabellera quedaron verticales. Entonces giró lentamente y dándole la espalda a su espectador, se dirigió hacia la rampa, entró en ella y cuando estaba con medio cuerpo adentro, se dio vuelta para tirarle un beso de despedida con la mano, a su admirador.
El resto de aquella noche, Jorge la pasó frente a un espejo, mirándose y viendo que su reflejo le mostraba los pómulos y los labios de Lulúbeibi. La vio a ella y a él mismo, los dos fundidos en ese espejo biselado, mágico y real. Esa noche le dijo al espejo todo el amor que sentía por la niña de enfrente. Esa noche Jorge vio en su terraza, a una babosa salir bamboleante de una rejilla, inflarse hasta volverse pompa con antenas e irse flotando por alturas superiores a los siete pisos, vio a su padre fusilando cucarachas con una matraca de madera. Vio a Lulúbeibi entrando a su cuarto, cerrando tras de sí la puerta de hierro, corriendo a acurrucarse a su lado, en su cama. Los labios de Lulúbeibi se acercaron a los labios de Jorge como nunca había sucedido en la vida real. Cada vez que Jorge cerraba los ojos entraba a una selva florida y fragante y allí estaba Lulúbeibi y los dos hacían el amor como jamás lo habían hecho. El acto amoroso sucedía junto a cataratas de aventuras que de tan tumultuosas, se disipaban y quedaba un hilo viscoso.

Cuando el chico despertó al día siguiente, tenía fiebre y su madre entraba y salía de su cuarto, preocupada. Luego vino un médico y recetó inyecciones. El padre y la madre estaban apesadumbrados pues el nombre de la enfermedad que provocaba esa fiebre alta, era innombrable. A Jorge le encantaba estar así porque cada vez que cerraba los ojos, Lulúbeibi se abrazaba a él.
Jorge estaba muy enfermo y los padres lo llevaron a su cama grande, a dormir entre ellos. Su padre le puso un fomento eléctrico sujeto al pecho con una faja. Lo enchufó y le dijo que él ahora era: "Robot, el hombre metálico". También le trajo un montón de historietas con olor a papel recién impreso. Jorge deliraba y apenas si podía ver las maravillosas tapas a colores de "Superhombre" y de "Batman". En alguno de los repentinos lapsos de conciencia que le sobrevenían, escuchó hablar de "la anemia del chico".
El niño se agitaba y enfebrecía porque quería ver físicamente a la Beibi, pero la Beibi se borroneaba. Cerraba los ojos para poder verla, pero cada vez se hacía más etérea, hasta que no la vio más.
Cuando llegaba la noche no podía zafarse de entre los cuerpos de sus padres que no lo dejaban salir a encontrarse con ella. Cada vez que intentaba abandonar la cama, sus padres interpretaban eso como un "ataque" y lo retenían aunque se pusiera negro de rabia. Cuando la Beibi lo llamó desde el otro lado de la puerta del dormitorio de sus padres, ellos no lo dejaron llegar a ella. Eran muy grandes, lo lavaban con destilados de alcanfor, se turnaban para vigilarlo y no hubo Lulúbeibi para Jorge.
Después que el chico salió de su enfermedad, cuando volvió a ser saludable, la Beibi no existía. Cuando preguntó por ella al portero de enfrente, el hombre se extrañó porque la niña se había mudado hacía bastante tiempo. Antes de que Jorge cayera enfermo, antes de verla bailar. Si alguna de esas noches de su enfermedad, cuando ella lo llamaba, Jorge hubiese salido a su encuentro. Si la hubiese besado tan solo una vez, si se hubiera largado a volar entre terrazas...

Solamente una vez más en su vida volvió a ver a la Lulúbeibi de la terraza de enfrente, -después conocería a la Beibi que novió con el Chileno y la Lulú de un Bogotá lluvioso, que aunque fuera la misma, era otra- Jorge tendría entonces dieciséis años y ella seguía teniendo diez. La volvió a ver dentro del edificio blanco y negro natal, pero no en la terraza, ella estaba en el inmenso y lúgubre garage de la planta baja. Lulúbeibi no lo vio y él la espió, ella estaba en compañía del cuidador del garage: un viejo polvoriento al que un día Jorge vio como su padre le vaciaba un tacho de basura por la cabeza (vaya uno a saber por qué). Y el viejo y la niña estaban acurrucados en un rincón de la sala de la caldera a petróleo que calentaba el agua de todo el edificio y estaban haciendo el amor, y lo hacían como hacen el amor los ángeles.

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