LA MANO QUE APRIETA

viernes, 27 de febrero de 2015

Las vacaciones del señor Yoel

El destino era el mar y me acompañaba-guiaba un amigo (guía turístico) que como plato fuerte me prometía el reencuentro con una señora obesa que viajaba con su nieta, también obesa, con las cuales yo había charlado en cierta oportunidad, que efectivamente memorizaba.
Viajábamos en bus y en una parada para cenar, al entrar en un restaurante, mi guía exclamó: "¡Allí están!". Si, las reconocí, eran las dos gordas con las que hacía un tiempo había mantenido un diálogo breve. La abuela y la nieta no solo no nos reconocieron, si no que ni siquiera se dignaron a contestar nuestros saludos. Mi amigo se sentó con ellas tratando de quebrar una irrevocable indiferencia, y yo me perdí entre la cantidad de mesas ocupadas.
Llegué sin mi guía, a la estación terminal de buses del lugar de veraneo. Y allí al costado de los terraplenes del estacionamiento, estaba el mar. Azul, verdinegro, con olas y espuma. Siempre me alegró ver el mar, pero esta vez no tanto, pues si bien se trataba de mar, el oleaje no venía hacia la playa, el oleaje iba de costado, a lo largo, como si estuviera dentro de una pecera gigantesca.
Esa fue la única vez que  vi el mar en este veraneo.
Sin saber muy bien qué hacer, me mantuve parado en la terminal y me encontré rodeado de gente amable donde simpatizaban entre todos y conmigo también. Intenté fraternizar con alguien, pero en esos momentos empezó a oirse una especie de cornetas de carnaval que se acercaban, y la gente acusando: "¡Viene la policía!". Se dispersó y quedé solo.
Como sea, terminé llegando al lugar de alojamiento predestinado. Era un departamento de varios ambientes con balcones. El arreglo consistía en ocuparlo durante tres tiempos diarios. por tres contingentes de gente, donde yo individualmente era uno de esos contingentes. Cuando llegué, el grupo que estaba hasta ese momento (muchachos y muchachas jóvenes), me dió las llaves y salieron poniéndome a cargo. Dejaron sus cosas (ropas, cinturones y alpargatas). Recorrí el departamento curioseando las vituallas y entonces me di cuenta que mi equipaje había quedado vaya uno a saber donde. Lo único que se me ocurrió fue darme una ducha y lo hice. La temperatura del agua y la fuerza del chorro fue estupendo y al salir me encontré desnudo sin la ropa que me había quitado para bañarme. Usé la mayoría del tiempo de mi estadía buscando mi camisa y no la encontré. El pantalón mucho menos, y allí estaban mi dinero y llaves de casa. No hubo caso. Nada. solamente las ropas de otros. Se terminó mi turno y llamaron a la puerta. Era el nuevo contingente que llegaba (otros muchachos y muchachas jóvenes). Me puse una camisa que no era mía para entreabrir la puerta, pedir "Un momentito" y desesperado, tratando de que los entrantes no se dieran cuenta que había usado una de sus camisas, la devolví donde estaba, improvisé un taparrabos con papel higiénico, abrí la puerta, entregué la llave al primero que esperaba y diciendo "Voy a la playa", salí ante la espectación del grupo (cuatro o cinco personas).
Así, en pelotas en un lugar extraño, recordé que algo así me había sucedido cuando visité el Gran Cañón del Colorado.

Trazos.

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