LA MANO QUE APRIETA

miércoles, 7 de julio de 2010

Acerca del reconocimiento


Mi relación con el reconocimiento artístico, fue singular. Muchas veces lo necesité para subsistir, por ejemplo en Quito nel 69; si todos los días no salía una nota importante sobre nuestro teatro en algún periódico, no teníamos público. Pero, en general primaba mi sobrevivencia marginal, tanto viajando como en Buenos Aires. En Méjico en 1974, el jefe de la policía migratoria me indagaba en su despacho, qué carajo hacía yo en Méjico y ni mamado le dije que hacía teatro porque recibía subvenciones y vendía entradas y eso era ilegal. Un día el comisario me atendió con el diario abierto en una página donde yo aparecía fotografiado anunciando un estreno. La entrevista se cumplió con las reprimendas de costumbre, y no me reconoció...
En Colombia dos veces sucedió lo mismo, con la visa vencida siempre traté que las autoridades no me reconocieran artísticamente para evitar ser deportado.
Estas situaciones siempre se resolvieron de formas estrambóticas y felices.
Después en Buenos Aires, cuando salí con Carrizo por televisión, con mis esculturas, me llamaron por teléfono algunos conocidos con los que tenía algún tipo de deuda.
Hasta aquí la situación no es preocupante. El problema es cuando me escrachan artísticamente y alguien me identifica (me reconoce) en cualquier delincuencia.
Asimismo una forma de pasar desapercibido, es dar la cara continuamente, como me pasó con aquel policía mejicano que se parecía a Rodolfo Valentino.

Collage. 1985.

4 comentarios:

Supongo que contarás la historia del policía mexicano. El otro policía poeta de Panamá. Parece que has tratado más con policías que con delincuentes. Bueno... hacer teatro en aquella época era más o menos delicuencial.

Supongo que mi teatro no era simplemente delincuente. Yo, me sentía delincuente, siempre en infracción y ante la policía, teatralizaba.
Aquel policía mejicano me impresionó por la pinta que tenía. Era la resurrección de Rodolfo Valentino (más bello aún) y a su cargo tenía un ejército de monstruos supermejicanos, gordos y malos que trataban a patadas y trompadas a los detenidos.
Él y yo manteníamos un trato serio. Me miraba a los ojos con mirada de aguila: "¿Qué hace en Mejico?". "Estudio la raíces indígenas del teatro mejicano. Soy investigador teatral". "No me joda. Usted no tiene cara de investigador"... Y así...
No lo traté mucho. A las dos o tres veces de entrevistarme, me selló el permiso de estadía en el pasaporte y me despidió: "Váyase. Conmigo terminó"
Y seguí haciendo teatro en Méjico.

Una amiga que vivió en México de niña, me contó que una mañana iba caminando a su colegio, ella tenía 12 años. Un policía viejo, gordo y de bigotes se acerca y le dice: "Pero que lindas piernas tienes mi chamaquita".

Durante mi adolescencia, un policía grueso y aindiado me contaba que en la pensión donde vivía, una nena de 12 años lo asediaba: "¿Cuándo me la vas a dar?". Un día el policía entró y se la dió.
El policía mestizo puso cara diábólica para decir: "Cuando le metí la pija en la concha, me encontré con una cacerola sin fondo".