LA MANO QUE APRIETA

domingo, 26 de abril de 2009

La ascensión de Hermógenes Castillo

Después de más de treinta años de paciente cirujeo por los alredores de Buenos Aires, Hermógenes Castillo concretó su sueño del resorte propio.
Muchos engranajes y cremalleras tuvo que conseguir y combinarlos para lograr el aplastamiento de gigantescos espirales metálicos, dispuestos en la base de un tubo de duraluminio de unos cien metros de largo colocado apuntando al cielo. Todo sujetado por una traba engrasada a liberar con un seco golpe de martillo.
Cuando la faena llegó a su punto de ejecución, Hermógenes con ochenta años cumplidos y asentado en posición meditativa sobre el último gran resorte comprimido, golpeó la traba y salió despedido hacia las alturas a través del tubo-cañón. Mientras ascendía pudo ver como trás suyo los antiguos flejes liberados, surgían cual volátiles flores de acero.
El ascenso fue tan vertical e impecable, que la dimensión del tiempo perdió sentido.
Cuando el altímetro marcó un recorrido de apenas 118 kilómetros (si el trayecto hubiera sido horizontal equivaldría a cubrir la distancia entre la Capital Federal y Chascomús), la fuerza de ascenso se detuvo, y en ese instante de universal quietud, Hermógenes parpadeó ante el más allá y el infinito.
Luego o tal vez nunca, sobrevino el descenso. Imtempestivamente, Hermógenes, cruzó la ionósfera y la mesósfera, y esperó a alcanzar la estratósfera para abrir el previsto paracaídas y regresar dulcemente a la villa miseria que lo había parido.

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