LA MANO QUE APRIETA

sábado, 8 de noviembre de 2008

hamlet, romeo y julieta...

La obra era de Shakespeare. Mí papel era el protagónico. No había habido ensayos y yo no conocía a los otros actores ni al director. Se trataba de un planteo experimental. Todos nos resolveríamos el día del estreno.
Cuando llegó el momento, invité a un grupo de amigos y busqué el camino a los camarines. El teatro era breve y perfecto: quedaba en medio de un pasillo con butacas en peralte a ambos lados.
Al encontrarme con otro actor del elenco, lo supe famoso aunque no recordé su nombre. Fue muy afable y me recomendó que esperara un minuto que ya venía el director. El director apareció inmediatamente acompañado por su asistente (una señora). Me presenté: "Soy el protagonista -casi le expreso toda mi asunción hacia la experiencía en vista, pero abrevié- ¡Aquí estoy!¡Hagamos Romeo y Julieta!". El director sacudió la cabeza cariñosamente: "Te dije que teníamos que entrevistarnos previamente... No vamos a hacer Romeo y Julieta, vamos a hacer Hamlet". El director mantuvo su sonrisa sacudiendo negativamente su cabeza, pero me miraba como esperando a que yo clamara "Está bien, ¡Hagamos Hamlet!". Pero no, mascullé: "O sea que mi protagonismo está rechazado". El director se encogió de hombros y dulcemente se alejó. La asistente de dirección me encaró entonces y barboteó un texto larguísimo sobre antiguas y modernas técnicas teatrales. Lo que si entendí de todo el pedorreo, fue que mi papel lo iba a hacer Pedro López Lagar.
Pensando en los amigos que había invitado y que no me iban a ver aparecer en escena, fuí a darme una ducha caliente.

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